Circo, maroma y espinas

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La luna sonríe y los perros le ladran escandalosamente. Huele a tigre, león y elefante. En las orillas del poblado toma forma el circo: los postes se elevan, las carpas se despliegan y cubren el graderío. Los reflectores agujeran las nubes oscuras; abajo, los trapecios van de un lado a otro midiendo el vacío.

Son apenas los preparativos del gran espectáculo y el bullicio corre ya por las terrosas calles de la comunidad. El abuelo y los nietos saltan de gusto y preparan sus cosas para presenciar, a la mañana siguiente, el desfile de apertura de la temporada, con sus leones enjaulados, jirafas, camellos y trapecistas recorriendo la comunidad.

Son tres los chiquillos. Quieren disfrutar puntualmente la marcha circense y el día de la víspera, antes de meterse en cama, disponen ropa y calzado y dinero al alcance de la mano para las golosinas. Recomienda el abuelo no hacer ruido esa mañana para no despertar a la mamá. “Nosotros podemos solos”, dice ufano.

Tamboras y trompetas, rugidos y berridos, altavoces gritones y música estridente, materializan el sueño esperado. Cerca de la casa pasará el desfile y el abuelo apresura a los niños. Les ayuda a vestirse, los acicala y luego los jala para ponerlos en fila. Los conmina a caminar rápido porque los elefantes de la vanguardia se aproximan junto con los leones y tigres de bruñidos colmillos, sin olvidar a las trapecistas de minúscula ropa trepadas a los elefantes.

El abuelo ya sueña: lo cautivan las trapecistas con sus mallas ajustadas al esbelto cuerpo, piernas ágiles y torneadas que se enlazan a los trapecios y van de un lado a otro como ángeles en vuelo. Lo tienen sin cuidado los hilos corridos de la entrepierna de las cirqueras, un detalle que pasa desapercibido para el gran público, puesto que acude al espectáculo a divertirse, nada más, pero él no. Intenta fijarse en todo y atrapar en su mente las incidencias que se dan en la carpa. Aprieta en su bolsillo las monedas que le dieron los padres de los infantes para la compra de refrescos, palomitas, dulces, chocolates y pelotitas rojas que infantes y adultos se ponen en la nariz para dibujar al payasito que tanto nos hace reir en la pista o trepados en las gradas. El escenario de sus sueños ni siquiera le permite atender las demandas de los críos para que les compre cocacolas y continúa absorto con las damas que desafían espacio y gravedad. Sus oídos están cerrados y su mente, en cambio, se encuentra abierta pero ahí no cabe nadie más, sólo lo que le ilustran los reflectores.

Vuelve a la realidad insta a los niños a caminar más rápido para llegar a tiempo a la representación de gala.“¡Muévanse!”, les grita, pero a media cuadra de las tres cuadras por recorrer, entre guijarros, tierra y espinas del sendero, surge la desgracia. El niño más chico se detiene y llora, sus pies descalzos se enrojecen y paralizan. “¡Pero qué diablos?”, masculla el viejo y reconoce al instante: “Hijo mío, por las prisas no te puse los tenis”. Compungido, comienza a sacarle púas y gravillas incrustadas en la piel; se mueve desesperado, se estira

los pocos pelos de la cabeza y no sabe qué hacer ante situación tan emergente. Los otros dos nietos hacen causa común y sueltan el llanto poniendo más nervioso al anciano.

A la distancia, escuchan condolidos la algarabía musicalizada que poco a poco se aleja inexorable. En ese momento el abuelo descubre, con gran consternación, que los zapatos tipo tenis del niño espinado los lleva aún pendientes del hombro izquierdo, encubiertos por la chamarra. Allí se los había colgado provisionalmente esa frenética mañana de domingo cuando comenzó a vestir a los pequeños.

Regresaron tristones a casa con el consuelo del abuelo: -Iremos el próximo domingo, y les prometo que no habrá nada que impida el viaje al circo- Con un día de anticipación le pondré los tenis al niño, revisaré la chamarra y meteré el dinero en el bolsillo. Luego pasaré revista pero ya no olvidaremos nada. Dormiremos con los tenis puestos y cada uno de ustedes cuidará al más chico, expresó optimista. Los cuatro nos vamos de la mano.

Pero el siguiente domingo el desencanto fue mayúsculo: ya no hubo funciones. La temporada del circo había concluido y la deuda quedó pendiente. Sólo quedaron de pie, temporalmente, las carpas vacías abrigando ilusiones. Una lluvia fina comenzó a caer sobre el árido sendero.

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